Llueve, llueve tras los cristales. Siempre que escucho el intenso sonido de la lluvia recuerdo mi primera infancia en África. Veo escenas nítidas pero sobre todo evoco sensaciones: aromas de frutas maduras, tierra mojada. Agua de mar, sudor en la piel, calor abrasador en los pies. Hormigas, medusas, niguas, mosquitos. Aquella claridad infinita, aquella humedad abrumadora. Todo tan exagerado, tan poco comedido. Allí nací.
Mi segunda infancia transcurrió en la austeridad de estas tierras norteñas. La casa de mi abuela tenía un patio, y el patio un pozo, y al lado del pozo crecía un lilar con lilas blancas y moradas, efímeras, aromáticas, silenciosas. Sueños frágiles de la infancia.
En los veranos acostumbraba a jugar con martillos, puntas, serruchos y toda herramienta que caía en mis manos. Siempre llevaba una navaja cuando iba al campo y de las ramas de las paleras solía hacer figurillas que enseñaba entusiasmada a quien me escuchaba. Ahora me gusta el arte.
A veces el mundo resulta un lugar extraño donde vivir. Hace muchos siglos Epicteto dijo: “Al hombre no le hacen sufrir las cosas, sino la idea que tiene de las cosas”. ¿Y a la mujer? ¿Epicteto pensaría en nosotras? Sinceramente creo que no, como ha ocurrido a lo largo de la historia: grandes mujeres ignoradas y olvidadas. Una transparencia , pero una transparencia imborrable.
Los cambios se construyen día a día, en lo cotidiano. Por eso cada mañana, al amanecer abro mi ventana, contemplo el horizonte, respiro como cuando vine al mundo y repito las palabras de Gioconda Belli: “... me levanto orgullosa todas las mañanas y bendigo mi sexo”.
Gracias por escucharme
Isabel Alonso
